Le pregunté a un “sabio” por qué la vida, una y otra vez, nos coloca en los mismos lugares de dolor, como si quisiera obligarnos a enfrentar aquello de lo que huimos. ¿Es una prueba? ¿Un castigo? O tal vez, una oportunidad disfrazada de desafío.
Imagina que creces en un ambiente tóxico, rodeado de gritos, silencios que hieren y miradas que pesan. Un lugar donde ser hijo o sobrino no era suficiente para sentirte querido, sino solo una etiqueta vacía. La violencia no siempre se mide en golpes; a veces, es la indiferencia, la humillación, la falta de aceptación.
Pero luego creces. Te educas, lees libros, buscas respuestas y decides no ser el reflejo de aquello que tanto te dolió. Prometes no repetir patrones, te esfuerzas por construir una vida distinta. Y sin embargo, aquí estás de nuevo. En situaciones de falta de respeto, de control, de miedo. Como si las cicatrices del pasado insistieran en recordarte su existencia.
Nos han hecho creer que la incomodidad es normal. Que los conflictos constantes, las discusiones interminables y la falta de paz son simplemente parte de la vida. “Nadie es perfecto”, dicen. Pero vivir en guerra no es normal. Vivir sin tranquilidad no es normal. Y aceptar lo inaceptable por miedo o resignación tampoco lo es.
El verdadero cambio comienza cuando dejamos de actuar desde el miedo y empezamos a vivir desde el merecimiento. Porque mereces respeto, mereces amor, mereces paz. No porque hayas hecho algo extraordinario, sino simplemente porque existes. Porque eres parte del universo, parte de algo inmenso y valioso.
No acepto que me griten, porque no lo merezco. No acepto que me descalifiquen, porque no lo merezco. No acepto que me minimicen, porque no lo merezco, no acepto vivir en un estado de tención y cuestionamientos constante porque no lo merezco.
En su libro Life is Messy, Matthew Kelly habla del arte japonés del kintsugi. Cuando una cerámica se rompe, no la descartan. La restauran con oro, resaltando las grietas en lugar de ocultarlas. Cada cicatriz se convierte en parte de su belleza, en testimonio de su historia. Así también nosotros, con nuestras heridas visibles e invisibles, podemos reconstruirnos y encontrar valor en nuestras fracturas.
Deja de sanar por culpa o por temor. Sana por merecimiento. Merecimiento significa ser digno. Siéntete digna de tener una vida que merezca la pena vivir, una vida que te pertenezca en cada decisión y en cada sueño. Vivir en tu esencia significa aceptar tu verdad, permitiéndole renovarse cuando sea necesario, no para copiar a otros ni para demostrar superioridad, sino para honrar tu propio camino de autenticidad. La dignidad no se mide por la perfección, sino por el coraje de seguir adelante, de amarte en cada transformación y de reconocerte como suficiente, justo aquí y ahora.
Trabaja en la vida que deseas porque mereces vivir en plenitud. Y recuerda, no todo lo que sucede a tu alrededor es reflejo de lo que eres. Si has dejado atrás patrones dolorosos, no lo hagas solo por los demás, sino porque tú mereces lo mejor.
La vida es imperfecta, desordenada, compleja. Pero en medio del caos, también hay belleza. Y cuando aprendes a verte con compasión y dignidad, descubres que cada cicatriz es una prueba irrefutable de tu fortaleza.
Por encima de las imperfecciones de la vida Mereces paz. Mereces amor. Mereces sentirte en libertad.